miércoles, 26 de abril de 2017

LA TÉCNICA: ¿ORDEN O DESMESURA?


LA TÉCNICA: ¿ORDEN O DESMESURA?


Iniciamos con Klaus Held quien nos señala que así como los partidarios de las innovaciones técnicas parte de una conducta desmesurada, de igual manera sus opositores son parte de este mismo orden; es decir, los dos bandos externalizar en sus acciones, frente a lo técnico, actitudes que no se identifican con un pensar reflexivo, más si visceral o apasionado, en otras palabras, irracional, dejándose arrastrar por un tipo de inercia. El que los dos bandos en contradicción partan de la desmesura “permite inferir, según el autor, que al espíritu mismo de la técnica pertenece la desmesura”. Lo anterior le lleva revisar la fuente misma de donde proviene esta naturaleza de lo  técnico.
Held estudia la posibilidad de encontrar la génesis de la desmesura de la técnica en la naturaleza volitiva infinita del Dios cristiano. Nos dice que “hasta Tomás de Aquino el pensar filosófico-teológico se aferra a la tendencia de subordinar la voluntad de Dios a su paso”. Sólo después este orden jerárquico invierte somos valores. Creando así un Dios con voluntad infinita, donde la razón queda subordinada a esta.
A partir de la idea cristiana que el hombre es a imagen de Dios y ante la naturaleza de infinita voluntad de este, el hombre medieval se vuelve sujeto de voluntarismo, lo cual se adhiere a la nueva ciencia que está surgiendo entonces. A partir de esta nueva ciencia se puede entender “el plan divino”, esto sucede al conocer la cosas, puesto que el mundo que el pensamiento de Dios, de su voluntad. Mientras más conozcamos de la naturaleza más cerca estamos de Dios. Es entonces que se desvela, a partir de Cartesio, un método con el objetivo de apoditicidad para la reconstrucción teórica del mundo. La obra de Dios, del Dios arquitecto, sólo puede ser conocido mediante esta reconstrucción “tal y como si nosotros no hubiéramos construido”. El “germen”, por decirlo así pretende siempre a ideas u objetivos límites que aparecen en un horizonte infinito que nunca se deja aprehender, en nuestras ciencias modernas en la herencia fundamental que se debe al medioevo, como dice el autor “somos hijos del voluntarismo”.
Escapar del voluntarismo, en consideración del autor, no puede ser a través de oponer una voluntad más fuerte que la primera, puesto que estaríamos en el ámbito de la voluntad. El camino es, en palabras de Heidegger: el no querer. Esto significa subordinar la voluntad a la razón. Pero esto no desde el ámbito y a modo de las ciencias positivas, sino de un pensar meditativo, un pensar que devenga de la serenidad.
Esta razón, la cual debe subordinar al voluntarismo, no debe y, en última instancia, no puede ser la misma de la de las ciencias positivas, porque en palabras de Heidegger: “la ciencia no piensa”, tal como nos lo recuerda Jorge Acevedo. Nos explica Acevedo, que Heidegger al pronunciar tal frase no lo hace con el objetivo de denigrar o negar el trabajo intelectual propio de los científico: “la palabra pensar en este contexto se refiere al pensar filosófico”. La frase no en sentido peyorativo o negativo, sino todo lo contrario. Al decir esto expone la esencia propia del pensamiento científico: lo calculante, lo cual afirma el carácter positivo de esta, lo que contradice el pensar meditativo. Este pensar meditativo es el medio para llegar al encuentro del ser, el cual nos nada positivo, es decir, no se da la intuición directa. No vale presupuesto moderno, para entender al ser que la técnica, de que el sujeto está confrontado un objeto, pilar de la ciencia. La frase “la ciencia no piensa” tiene la finalidad de dar a entender el ámbito justo de su trabajo intelectual a las ciencias, delimitando entonces de igual modo el trabajo filosófico, desde el cual la esencia de la técnica puede ser valora.
En relación a lo anterior, Ángel Xolocotzi nos dice que le esencia la técnica es “un asunto metafísico y no técnico. Por ello Heidegger insiste en que la pregunta por la técnica no puede restringirse a un ámbito instrumental o historiográfico, sino ontológico-histórico”. Pensar la técnica en términos esenciales “exige salir del encasillamiento de la calculabilidad y la caza de los resultados”. Es a partir de ver filosófico que Heidegger de cobre que la técnica no es fuente, como comúnmente se prevé de artefactos y nada más. Si no es un modo de des-velar al ente. Pero con todo los alcances y logros tecno científicos de la ciencia se abre una valoración de esta que se eleva por arriba de otra forma de acceder al ente y se muestra, como lo paradigmático, no sólo a nivel teórico, sino que se extrapola a todos los ámbitos de la vida: “no sólo el ver, sino todo comportamiento humano está regido por la técnica contemporánea y ésta se ha colocado como el parámetro a partir del cual se admite todo: lo que sea saber, lo que sea vivir, lo que sea útil, lo que tenga sentido, etc.” Xolocotzi nos dice que el intento de Heidegger por pensar la técnica no es por un mero repudio de ésta, sino más bien para captar su esencia. Esencia que está más allá del cálculo.
Xolocotzi dice que lo decisivo en el proceder actual de las ciencias modernas y su forma de considerarlo verdadero se debe a la esencia de la verdad. La tesis de Xolocotzi acerca del proceder de la ciencia es la siguiente: “con lo aquí indicado podemos ver que el dominio de la técnica contemporánea no es casual, sino que hunde sus raíces en el inicio mismo lo siguiente: en el primer inicio del pensar como metafísico”. El cambio de sentido de la verdad, de ser des-ocultación para ser corrección, es el comenzar fatídico y degradante de una humanidad que gradualmente olvida al ser.
El Gestell es lo que se encuentra detrás de todo el montaje técnico que nos rodea. La palabra Gestell siendo el trasfondo del montaje, no es él nada técnico. El análisis de Carlos Másmela nos lo recuerda: “el Gestell quiere decir el modo de salir del oculto que rige la esencia de la técnica moderna, un modo, que en sí mismo no es nada técnico”. Másmela se dedica a ir tras los pasos que Heidegger tuvo que transitar para pensar la esencia de la técnica. Es bajo este objetivo que Másmela revisa nuevamente las cuatro causas que Aristóteles enumera y que participan, coligándose entre sí, para concretar lo poiético. Así, Másmela, revisa la relación que existe entre verdad y técnica, el sentido original. Todo este análisis le sirve para decirnos que el peligro técnico es fiel reflejo del ideal moderno, idea que se expresa en el discurso de descartes, Padre de las ciencias actuales: “hacernos maestros y poseedores de la naturaleza”.
Pilar Gilardi nos hace ver que la esencia de la técnica es idéntica a la de la metafísica. En este intento se desvela la relación ontológica del ser, el tiempo.  La consideración del tiempo tal y como lo vemos en nuestros tiempos, heredado por Aristóteles, como las secuencias de ahoras, es de tal manera que permite pensar lo existente como lo manifiesto. El Ser es, pues, aquello que está allí adelante, de forma expresa y manifiesta en la dimensión espacio temporal. El ser se confunde así con lo ente.
Laura Pinto se pregunta por el fenómeno del aburrimiento, expresión humana de la época técnica. La pregunta decisiva es la siguiente: “¿puede un análisis filosófico del aburrimiento decirnos algo esencial sobre las condiciones de nuestra existencia actual?”. Pinto, a través de la reflexión transcurrida en tres etapas, reconoce por medio de toda su fundamentación, que “el aburrimiento en su plena indiferencia a calado no solo en la experiencia de la cosas del mundo, sino también y fundamentalmente, en la experiencia de uno mismo”. De alguna manera, el mundo de hoy es aquel que persigue lo interesante, nos dice Pinto, entendiendo esto, aquello que escapa de la burda y monótona realidad. El aburrimiento en este primer nivel, se despliega en un querer escapar de la cotidianidad. Las innovaciones técnicas se presentan entonces como la vía de escape, como la “virtualidad” que superar lo mundano. Hundiéndonos, de esta manera, en la moda, arreglando nuestra existencia en un buscar que nunca se satisface, puesto que la técnica nunca se cansa de presentar lo “novedoso”.
Jesús Rodolfo Santander, ve en la época moderna, a través del exponencial y desmesurado desarrollo de lo tecno-científico, “una nueva y grave expresión del nihilismo”, en donde se corre el riesgo, a través de los nuevos hallazgos Biogenéticos, como la clonación, el sustituir “la vida salvaje por un mundo bioindustrial donde como resultado de la creación de artificialidades, las futuras generaciones vivirían en un medio poblado de criaturas clonadas, quiméricas y transgénicas”. Es así que, la vida ha llegado a ser un invento más de la modernidad.
Godina, nos señala que la ciencia, la lógica de la ciencia, poco a poco ha ido ganando poder en nosotros lo cual no puede ser posible sin una forma de educación, que ha pasado de ser una formación espiritual a “convertir al género humano en rebaño al servicio de intereses económicos; eso ha sido la educación en los últimos 200 años”. Educación propia de una pedagogía instrumental más preocupada por las estrategias que por los contenidos desvinculada de la reflexión filosófica ética y al servicio del poder y la ganancia.
Este libro, es un esfuerzo conjunto de filósofos que ven en la técnica actual una señal de alarma, en donde no sólo está en juego un orden social, sino la vida misma. Los artículos aquí publicados no emanan de una reacción pasional y o bien de una vieja nostalgia por el pasado, tampoco son pensamientos expresados en el menor cuidado y sin rigor. Más bien, estas reflexiones parten de cuidadosos análisis expresados con la mayor claridad que los temas permiten.


martes, 25 de abril de 2017

Habermas y Sloterdijk

Los Filósofos contemporánea y la Técnica

Jürgen Habermas, partiendo de la distinción en sentido aristotélico entre praxis (referida a la política y ética y que trata con sujetos) y poiesis (referida a la técnica aplicada y que trata con objetos), distingue entre dos tipos de acción humana con una racionalidad distinta: la orientada a fines y la orientada al entendimiento vía comunicación. Tal diferencia sería equiparable a la distinción técnica y práctica o trabajo e interacción. No obstante, la distinción
no es tan limpia y coloca a la acción estratégica como intermedia entre ambas. Por otro lado, Habermas conceptualiza a la técnica como ideología, en el sentido de falsa conciencia de la realidad o más bien de realidad ideológica, generada por la falsa conciencia. La filosofía será la herramienta de crítica de la ideología, y por tanto de las nuevas categorías ideológicas, la ciencia y la técnica. La racionalidad científico-tecnológica se rige por una lógica distinta de la lógica de los problemas prácticos, y su aplicación forzada a éstos provoca decisionismo e
irracionalidad. Bajo la racionalidad científico-tecnológica la razón ha dejado de ser emancipadora (ideal de la Ilustración), para tener una función de progreso y control social. Del saber científico no se esperan recomendaciones respecto a cuestiones prácticas, sino que sólo se obtienen instrucciones respecto a 'procesos objetivos u objetivados'. Habermas plantea la recuperación de la racionalidad práctica y de la acción para retomar el ideal emancipador de la Ilustración. Para él, esa desviación se debe originalmente a la ruptura entre praxis y teoría. Se
pierde la conexión del saber con la vida. Para retomarlo, el elemento central será el lenguaje. Y es que, como afirma Marcuse, vivimos una racionalidad que ya es dominio, una sociedad totalitaria de base racional, que a través del lenguaje experto tecnicista ha colonizado y
erosionado el lenguaje cotidiano y el interés práctico adyacente a él. La propia racionalidad hace una función ideológica (esto es, la dialéctica de la ilustración). La ciencia y la técnica como ideología hacen que la distinción entre trabajo (acción instrumental) e interacción (acción
comunicativa) pasen a un segundo plano o se borren incluso de nuestra conciencia. Eso comporta que en lugar de un espacio para poder tratar cuestiones prácticas relacionadas con lo que queremos hacer con nuestras vidas haya sólo cuestiones técnicas, relativas a cómo hacer que las cosas funcionen mejor (cuestiones que obviamente corresponden a expertos técnicos).
Por otro lado, Habermas cuestiona la intervención técnica sobre la naturaleza humana. El paso del homo faber al homo fabricatus tiene unas implicaciones, en primer lugar, en relación a la propia forma de comprenderse con uno mismo. Contemplar la descendencia como una
dotación genética moldeable para diseñar según su parecer, afecta a los fundamentos somáticos de la auto-relación espontanea y de libertad ética de otra persona. Esto sólo ocurría con las cosas, no con las personas. Desde este punto, afirma que se borra cada vez más la diferencia entre eugenesia positiva (perfeccionadora) y la negativa (terapéutica). Emerge un modelo de eugenesia liberal que, en virtud de los intereses mercantiles implicados, desplaza
las decisiones eugenésicas a la elección individual de los padres, como si fueran clientes. Esto tiene implicaciones psicológicas, legales y morales. Saber que uno ha sido programado restringe la configuración autónoma de la vida y afecta a la simetría entre personas libres e iguales. Para poder ser individuos libres autónomos se debe mantener una cierta medida de contingencia o naturalidad que permita la imprevisibilidad. Algo que Arendt sitúa en la
categoría de nacimiento, el recién nacido provoca algo nuevo en el mundo, es un quién imprevisible. De otra forma se difumina la diferencia entre lo hecho y lo crecido, entre
educación y eugenesia. No permite al individuo situarse revisoriamente, a posteriori, ante lo que se le ha impuesto. Limita la libertad ética. Por tanto, defiende la idea de persona nacida, no hecha, como condición de libertad e igualdad comunicativa.
Por su parte, Peter Sloterdijk, nos plantea un panorama post-humanista, en el sentido que el método de las letras y la ilustración para el amansamiento y domesticación de los humanos ha finalizado. Será mediante las antropotécnicas que se podrán criar a los humanos en esta nueva era. La biotecnología será una de las más importantes. Sloterdijk plantea un código para esas técnicas de crianza mediante las cuales nos produciremos a nosotros mismos. La planificación de las características del ser humano, del nacimiento y la selección prenatal se tornan decisiones explícitas. Valora de forma positiva el hecho de que ahora seamos hombres auto-hacedores y afirma que es posible que hallamos encontrado nuestra esencia en ello
(hiperhumanismo). Para él, los nuevos lenguajes técnicos y la información rompen con los dualismos filosóficos que han marcado la historia del pensamiento (sujeto-objeto, individuo-sociedad, materia-espíritu, naturaleza-culturalibertad-mecaniscismo) y de esta forma
encontraríamos mejor la propiedad de lo que somos. Asimismo, distingue entre alotécnica (técnica contranatural y artificiosa que asume dualismos pretéritos) y homeotécnica (que se refiere a la confluencia no separada de tecnologías inteligentes con estructuras de la
naturaleza; presupuesto de que todo es finalmente lo mismo).
Finalmente, el propio Esquirol, observa que la técnica tiene que ver con procesos de abstracción. Si ésta se absolutiza, se pierde la concreción y la conciencia de finitud del ser, y
finalmente se ignora, pasando a predominar lo abstracto (estadísticas, lo sistémico...). Desde esta posición podemos entender que la banalidad del mal de que hablaba Arendt se produce por procesos de abstracción. La pantallización del mundo, la informatización del lenguaje, el lenguaje tecnificado, comportan la pérdida de la experiencia, de aquello que nos liga en lo concreto al mundo que habitamos. La tecnociencia lo reduce todo a operatividad, y así se pierde reflexión y profundidad. Ante esto, Esquirol reflexiona sobre la experiencia de pensar. Y
observa dos movimientos: uno de extensión (la ciencia y la técnica tienen aquí su papel central) y otro de tensión (refiriéndose a la profundidad, y que se pierde con la abstracción mediada por la técnica). Esa tensión del pensar es la que asume la propia finitud, la memoria, la parcialidad, los límites, y no permite la absolutización. A este empobrecimiento del pensar que media la tecnociencia se le ha llamado de otras maneras: cosificación, dominio de la
representación, petrificación. Para acabar, Esquirol alude al tacto como forma de salvar la experiencia del pensar en el lenguaje. Ese tacto del que carece la técnica. No se trata de la explicación del mundo, sino de los medios que permiten el acceso a uno mismo y a los demás.
Será desde el lenguaje ordinario desde donde podremos acceder al pensamiento sobre la técnica, puesto que el lenguaje técnico no nos lo va a permitir.

viernes, 21 de abril de 2017

En el enjambre


En el enjambre Byung-Chul Han

Al inicio del libro, Han constata una consecuencia palpable del uso de los medios digitales, que es la mezcla entre las esferas pública y privada. Esto no sólo conduce a la exposición pornográfica de la intimidad (p. 14) sino a una comunicación sin distancias ni reservas, sin secreto, viable en tanto “la comunicación digital hace posible un transporte inmediato del afecto” y, en ese aspecto, “el medio digital es un medio del afecto” (p. 16), pero que olvida que “es precisamente la técnica del aislamiento y de la separación, la que genera veneración y admiración” (p. 14).
La comunicación sin respeto típica de la sociedad digital es, para Han, sintomática de una decadencia de lo  público, pues el respeto se basa en una relación simétrica de reconocimiento. Por eso, allí donde se descompone el poder político y se debilita la autoridad personal, es normal que proliferen los linchamientos digitales y la comunicación ruidosa y sin respeto. Pero el medio digital no sólo es un barullo donde se mezclan sin distinción opiniones, insultos, argumentos, descalificaciones, elogios, críticas desmedidas y declaraciones oficiales. Es, también, un medio de lo positivo, que fomenta una visión viva y bella de la realidad que aniquila toda oscuridad y negatividad. Con ello, como ocurre a los afectados por el síndrome de París (p. 50), los individuos acaban rechazando la realidad en su totalidad, que  perciben defectuosa, y huyen hacia una idealización de la misma, especialmente a través de la imagen y de la auto-imagen, que se convierte así en refugio y  protección. Esa veneración contemporánea de la imagen tiene,  para Han, mucho que ver con el miedo al envejecimiento y al deterioro propio de la cosas, que no se da las imágenes de la memoria. Análogamente, el medio digital no envejece, pues “carece de edad, destino y muerte” (p. 52) y, de hecho escribirá más adelante, lo digital tiene una capacidad de reproducción infecciosa” que va muy unida a su linaje emocional o afectivo y también a la ligereza de sentido (p. 84).
Bombardeados de imágenes, obsesionados consigo mismos, y saturados de información, los individuos cesan de inmunizarse ante los estímulos que reciben y,  por eso, las imágenes ya no producen ningún shock. Tomando un término de la psicología crítica, dirá Han que hoy todos estamos afectados por el síndrome del cansancio de la información, que aumenta velozmente y que ya no sabemos analizar. Pero esto es  problemático, pues “el exceso de información hace que se atrofie el  pensamiento. La capacidad analítica consiste en prescindir, en el material de la percepción, de todo lo que no pertenece esencialmente a la cosa […]. El diluvio de información al que hoy estamos expuestos disminuye, sin duda, la capacidad de reducir las cosas a lo esencial” (pp. 88-89). Detrás de este estado de cosas subyace un nuevo concepto de temporalidad en el que se mueven los medios digitales, que es la totalización del presente, en el que se aniquila la capacidad de  prometer o asumir responsabilidades. Sin salir de la óptica sociológica, la tercera entrada del libro de título homónimo contiene la aportación más importante de Han como observador de nuestra época, pues ofrece un descriptor novedoso de nuestra situación social, según Han, hoy vivimos en sociedades de enjambre. “El enjambre digital no es ninguna masa porque no es inherente a ninguna alma, a ningún espíritu. El alma es congregadora y unificante. El enjambre digital consta de individuos aislados” (p. 26).           
Es importante, no obstante, destacar que el aislamiento contemporáneo no es algo que se advierta mirando lo que hace la gente. La imagen de “enjambre”, además, puede llevar a confusión en castellano, pues “enjambre” no es lo mismo que “colmena”, una estructura más o menos firme donde cada habitante vive en su celda, sí,  pero donde las relaciones de  parentesco están claras. Podría  pensarse que, en tanto metáforas, ambas transmiten lo mismo: la idea de individuos que sólo viven para sí, sin relación con el otro. Pero la fuerza de la intuición de Han reside en la liviandad de la estructura que agrupa a los individuos del enjambre según él, lo característico de nuestra época frente a la pesantez de la estructura social, económica,  política, familiar que reuniría a los individuos de una colmena. Ciertamente, los medios de comunicación digitales aumentan las posibilidades de comunicación de las personas más allá de los límites imaginables hace algunos años. Sin embargo, denuncia Han, hoy no existe un objetivo común  por el que luchar, una dirección que transforme la unión de personas en acción concreta. La masa clásica  podía tener una ideología común que unía y guiaba, una corporeidad que les hacía reunirse y ser comunidad y un fin que transformaba la agrupación en acciones. El hombre del enjambre digital, en ocasiones, se indigna y  protesta. Hoy en día, una noticia alarmante sacude al mundo porque los individuos del enjambre la re-envían y, furiosos, gritan y hacen arder las redes. Pero no transforman la indignación en acción, sólo teclean. Ni siquiera las olas de indignados son capaces de interrumpir lo que hay o de generar algo nuevo, porque se trata de movimientos incapaces de acción común, distraídos, sin firmeza ni estabilidad (p. 22) y a los que falta un relato compartido (p. 60). El interés de estas afirmaciones, con todo, no reside en la exactitud de sus observaciones sino en la  justificación de la incapacidad de acción por parte del sujeto digital: como sugiere la séptima entrada, el hombre que teclea es incapaz de comprender el contexto que rodea lo que hace y, por tanto, el sentido en tanto carece de un contacto real con el mundo, carece de lo único que introduce la otreidad, que es la experiencia. “El hombre del futuro ya no necesitará manos. No tendrá que tratar y elaborar porque ya no tendrá que habérselas con cosas materiales, sino solo con informaciones ajenas a la condición de cosas” (p. 57). Por eso, el nuevo hombre teclea (con los dedos) en lugar de actuar (con las manos). “Tanto el tratamiento como la elaboración presuponen una resistencia. También la acción tiene que superar una resistencia. Presupone lo otro, lo nuevo frente a lo que predomina […]. De lo digital no sale ninguna resistencia material que hubiera de superarse por medio del trabajo” (p. 57).
 Y, sin embargo, el diagnóstico de la sociedad actual que realiza Han, aunque acertado en muchos  puntos, al centrarse en el lado negativo de los medios digitales acaba dibujando una imagen demasiado catastrofista. Una consideración desde la vida ordinaria quizá pueda equilibrar el diagnóstico. Actualmente es común compartir en las redes sociales las actividades que realizamos y esto está fraguando una necesidad de captar continuamente el momento  presente y una obsesión por mostrarlo. Parece como si la exhibición en las redes sociales se esté convirtiendo en condición para lograr la plenitud de un hecho. Subir a internet, mientras estamos  juntos, una foto de lo que hacemos  podría verse como una ampliación en las relaciones humanas, pero también provoca que las personas, en la ansiedad de captar y compartir cada instante, acaben perdiendo la capacidad de saborear ese presente inmediato que se empeñan en inmortalizar. Por ello, muchos en la actualidad viven una doble realidad: la física, acotada y limitadora, y la digital, en la que se mantienen flujos de información y conversaciones de forma paralela continuamente. Indudablemente, el autor intuye con agudeza muchos de los peligros que entraña el uso excesivo y sin consciencia de los nuevos medios. Sin embargo, también omite las facetas positivas que la comunicación digital tiene para las  personas, las relaciones y los movimientos sociales. Por más ambigua que resulte su capacidad de cambio, los últimos movimientos que han tenido impacto político se han fraguado, en parte, gracias a las redes. Además, la comunicación digital brinda oportunidades reales  para fortalecer lazos de todo tipo en una sociedad global. En cuanto al deterioro de las relaciones humanas, el narcisismo y la falta de dirección de los colectivos, no es claro que  puedan establecerse como consecuencias directas de los medios digitales, sino tal vez de la debilitación de la voluntad humana  para manejarlos. En otras palabras, la capacidad alienante de la tecnología digital es directamente  proporcional a nuestra pasividad y falta de iniciativa personales. Han valora negativamente el paradigma digital, entre otras cosas, por la eficiencia y la comodidad de su comunicación, que nos lleva a evitar “cada vez más el contacto directo con las personas reales, es  más, con lo real en general” (p. 42).
Pero son nuestras opciones  personales (hablar o no hablar, de qué hablar y cómo mostrarlo) las que marcan el tipo de relaciones que tenemos; el uso que hacemos de la tecnología para comunicarnos hoy en día simplemente hace más cansado mantener offline el mismo tipo de relaciones que manteníamos antes. La dependencia de fondo de Han respecto a cierto pensamiento sociológico contemporáneo quizá le incapacita para vislumbrar la grandeza de la técnica, la cual, según Ortega y Gasset, nos da a conocer el aspecto más profundo de lo real, aquel que tiene que ver con lo posible y lo imposible, con lo real en cuanto ámbito de  posibilidades para el hombre. En todo caso, dado el cariz interpretativo del texto, cabe  preguntarse si la imagen catastrófica que Han pinta no será una llamada deliberada a la recuperación de la voluntad y la libertad, un intento de despertar(nos) del ruido homogeneizador y hacernos conscientes del enjambre del que somos (o podemos llegar a ser)  parte. Con esta misma preocupación  por la libertad enfoca Han su crítica  política. Señalando al neoliberalismo como ideología que moldea los medios digitales, Han nos advierte de un nuevo tipo de esclavitud, más poderosa que la de tiempos anteriores, pues es voluntaria: expresando ideas y compartiendo información nos creemos dueños de una herramienta que nos permite expresarnos libremente, cuando en realidad ofrecemos nuestra vida sin reservas a la mirada atenga de los grandes  poderes de hoy (Facebook, Google, las empresas de big data) y, en realidad, a la mirada de todos. Por eso, dirá Han, la sociedad actual es una sociedad de la vigilancia que hace de la confianza un excedente innecesario. “La confianza hace posibles las relaciones con otros sin conocimiento exacto de estas […].
La conexión digital facilita la obtención de información, de tal manera que la confianza como  praxis social pierde importancia en medida creciente. Cede el puesto al control” (p. 99). Además, la promesa de la libertad que nos dan los aparatos digitales, por ejemplo, los smartphones, se acaba convirtiendo en la coacción de la comunicación y la coacción de tener que trabajar en todas partes (p. 59). El imperativo neoliberal del rendimiento hace que el tiempo de trabajo abarque todo nuestro tiempo (la pausa es sólo una fase del mismo) y acaba por contribuir a esa transformación de la concepción del tiempo que tanto preocupa a Han. Esta pérdida del ocio como espacio de no producción, de no comunicación y de reflexión interior, nos conduce a la última crítica, la de la pérdida de la capacidad reflexiva y teórica del ser humano que Han resume en las figuras del labrador y el cazador. Una metáfora con la que introduce un argumento metafísico (y heideggeriano) muy preciso, pues viene a decir que la figura del labrador está más cercana al ser que la del cazador, sólo atenta al ser en cuanto información, eficiencia y disponibilidad para usarse (p. 62).  No parece descabellado pensar que el labrador actúa (entra en contacto con lo otro, con el ser) mientras que el cazador teclea (cuenta, digita, calcula). Pero Han profundiza aún más en la metáfora, pues siguiendo al Heidegger de ¿Qué significa pensar? la mano del labrador, más que actuar en el sentido de una vida activa, es co-lectora, esto es, toma y estrecha lo real, lo entiende. “El Logos aparece en Heidegger como hábito del labrador, que cultiva el lenguaje como tierra laborable, ara y cultiva, en medio de lo cual comunica con la tierra que se esconde, que se cierra, y se expone a su carácter incalculable y oculto” (pp. 62-63). Frente al labrador, que comprende en la medida que escucha la tierra y la escucha obedeciéndola, “los cazadores de la información, a la  búsqueda de la presa, pasean la mirada por la red como si se tratara de un campo de caza digital. En contraposición a los labradores, ellos son móviles. Ningún suelo los obliga a establecer se. No habitan” (p. 66). Por eso, “modos de comportamiento como «paciencia», «renuncia», «desasimiento», «recelo», «cuidado»», que caracterizan al labrador de Heidegger, no pertenecen al hábito del cazador. Los cazadores de la información son impacientes y ajenos a la timidez. Están al acecho en lugar de «esperar». Echan la zarpa en lugar de dejar que las cosas maduren. Se trata de apresar con cada clic” (p. 68). Y, con ello podríamos concluir enlazando con La sociedad del cansancio, aparecen nuevas formas de ansiedad y cansancio, derivadas de este modo de mirar al mundo en busca de utilidad y eficiencia, cuyo emblema, para Han, serían las Google Glass, un artilugio que destroza la dicha de ver, que justamente consiste en la mirada larga “que se demora en las cosas sin explotarlas” (p. 69).
A mayor desconexión con el ser y sus exigencias, el ser humano tiende a conectarse con lo que tiene apariencia de ser (la información, en este caso) y puede manejarse a su antojo. Y, a falta de ser, tiende a exhibir sus acciones en el mismo momento en el que se realizan y, al final, a perder la interioridad, ese espacio de oscuridad y de negatividad, necesario para confrontar, crear y avanzar. Una serie de consideraciones muy serias, que es fácil soslayar en una lectura rápida de un texto que, como un revulsivo, mueve a buscar una  pausa entre el ruido, observar nuestra conducta y plantearnos hasta qué punto la técnica coacciona o puede coaccionar nuestra libertad.