En el enjambre Byung-Chul Han
Al inicio del
libro, Han constata una consecuencia palpable del uso de los medios digitales,
que es la mezcla entre las esferas pública y privada. Esto no sólo conduce a la
exposición pornográfica de la intimidad (p. 14) sino a una comunicación sin
distancias ni reservas, sin secreto, viable en tanto “la comunicación digital
hace posible un transporte inmediato del afecto” y, en ese aspecto, “el medio
digital es un medio del afecto” (p. 16), pero que olvida que “es precisamente
la técnica del aislamiento y de la separación, la que genera veneración y
admiración” (p. 14).
La comunicación
sin respeto típica de la sociedad digital es, para Han, sintomática de una
decadencia de lo público, pues el respeto
se basa en una relación simétrica de reconocimiento. Por eso, allí donde se
descompone el poder político y se debilita la autoridad personal, es normal que
proliferen los linchamientos digitales y la comunicación ruidosa y sin respeto.
Pero el medio digital no sólo es un barullo donde se mezclan sin distinción
opiniones, insultos, argumentos, descalificaciones, elogios, críticas
desmedidas y declaraciones oficiales. Es, también, un medio de lo positivo, que
fomenta una visión viva y bella de la realidad que aniquila toda oscuridad y
negatividad. Con ello, como ocurre a los afectados por el síndrome de París (p.
50), los individuos acaban rechazando la realidad en su totalidad, que perciben defectuosa, y huyen hacia una
idealización de la misma, especialmente a través de la imagen y de la
auto-imagen, que se convierte así en refugio y
protección. Esa veneración contemporánea de la imagen tiene, para Han, mucho que ver con el miedo al
envejecimiento y al deterioro propio de la cosas, que no se da las imágenes de
la memoria. Análogamente, el medio digital no envejece, pues “carece de edad,
destino y muerte” (p. 52) y, de hecho escribirá más adelante, lo digital tiene
una capacidad de reproducción “infecciosa” que va muy
unida a su linaje emocional o afectivo y también a la ligereza de sentido (p.
84).
Bombardeados de
imágenes, obsesionados consigo mismos, y saturados de información, los
individuos cesan de inmunizarse ante los estímulos que reciben y, por eso, las imágenes ya no producen ningún
shock. Tomando un término de la psicología crítica, dirá Han que hoy todos estamos
afectados por el síndrome del cansancio de la información, que aumenta
velozmente y que ya no sabemos analizar. Pero esto es problemático, pues “el exceso de información
hace que se atrofie el pensamiento. La
capacidad analítica consiste en prescindir, en el material de la percepción, de
todo lo que no pertenece esencialmente a la cosa […]. El diluvio de información
al que hoy estamos expuestos disminuye, sin duda, la capacidad de reducir las
cosas a lo esencial” (pp. 88-89). Detrás de este estado de cosas subyace un
nuevo concepto de temporalidad en el que se mueven los medios digitales, que es
la totalización del presente, en el que se aniquila la capacidad de prometer o asumir responsabilidades. Sin
salir de la óptica sociológica, la tercera entrada del libro de título homónimo
contiene la aportación más importante de Han como observador de nuestra época,
pues ofrece un descriptor novedoso de nuestra situación social, según Han, hoy
vivimos en sociedades de enjambre. “El enjambre digital no es ninguna masa
porque no es inherente a ninguna alma, a ningún espíritu. El alma es congregadora
y unificante. El enjambre digital consta de individuos aislados” (p. 26).
Es importante,
no obstante, destacar que el aislamiento contemporáneo no es algo que se
advierta mirando lo que hace la gente. La imagen de “enjambre”, además, puede
llevar a confusión en castellano, pues “enjambre” no es lo mismo que “colmena”,
una estructura más o menos firme donde cada habitante vive en su celda,
sí, pero donde las relaciones de parentesco están claras. Podría pensarse que, en tanto metáforas, ambas transmiten
lo mismo: la idea de individuos que sólo viven para sí, sin relación con el
otro. Pero la fuerza de la intuición de Han reside en la liviandad de la
estructura que agrupa a los individuos del enjambre según él, lo característico
de nuestra época frente a la pesantez de la estructura social, económica, política, familiar que reuniría a los
individuos de una colmena. Ciertamente, los medios de comunicación digitales
aumentan las posibilidades de comunicación de las personas más allá de los
límites imaginables hace algunos años. Sin embargo, denuncia Han, hoy no existe
un objetivo común por el que luchar, una
dirección que transforme la unión de personas en acción concreta. La masa
clásica podía tener una ideología común
que unía y guiaba, una corporeidad que les hacía reunirse y ser comunidad y un
fin que transformaba la agrupación en acciones. El hombre del enjambre digital,
en ocasiones, se indigna y protesta. Hoy
en día, una noticia alarmante sacude al mundo porque los individuos del
enjambre la re-envían y, furiosos, gritan y hacen arder las redes. Pero no
transforman la indignación en acción, sólo teclean. Ni siquiera las olas de
indignados son capaces de interrumpir lo que hay o de generar algo nuevo,
porque se trata de movimientos incapaces de acción común, distraídos, sin
firmeza ni estabilidad (p. 22) y a los que falta un relato compartido (p. 60).
El interés de estas afirmaciones, con todo, no reside en la exactitud de sus
observaciones sino en la justificación
de la incapacidad de acción por parte del sujeto digital: como sugiere la
séptima entrada, el hombre que teclea es incapaz de comprender el contexto que
rodea lo que hace y, por tanto, el sentido en tanto carece de un contacto real
con el mundo, carece de lo único que introduce la otreidad, que es la
experiencia. “El hombre del futuro ya no necesitará manos. No tendrá que tratar
y elaborar porque ya no tendrá que habérselas con cosas materiales, sino solo
con informaciones ajenas a la condición de cosas” (p. 57). Por eso, el nuevo
hombre teclea (con los dedos) en lugar de actuar (con las manos). “Tanto el
tratamiento como la elaboración presuponen una resistencia. También la acción
tiene que superar una resistencia. Presupone lo otro, lo nuevo frente a lo que
predomina […]. De lo digital no sale ninguna resistencia material que hubiera
de superarse por medio del trabajo” (p. 57).
Y, sin embargo, el diagnóstico de la sociedad
actual que realiza Han, aunque acertado en muchos puntos, al centrarse en el lado negativo de
los medios digitales acaba dibujando una imagen demasiado catastrofista. Una
consideración desde la vida ordinaria quizá pueda equilibrar el diagnóstico.
Actualmente es común compartir en las redes sociales las actividades que
realizamos y esto está fraguando una necesidad de captar continuamente el momento presente y una obsesión por mostrarlo. Parece
como si la exhibición en las redes sociales se esté convirtiendo en condición
para lograr la plenitud de un hecho. Subir a internet, mientras estamos juntos, una foto de lo que hacemos podría verse como una ampliación en las
relaciones humanas, pero también provoca que las personas, en la ansiedad de
captar y compartir cada instante, acaben perdiendo la capacidad de saborear ese
presente inmediato que se empeñan en inmortalizar. Por ello, muchos en la
actualidad viven una doble realidad: la física, acotada y limitadora, y la
digital, en la que se mantienen flujos de información y conversaciones de forma
paralela continuamente. Indudablemente, el autor intuye con agudeza muchos de
los peligros que entraña el uso excesivo y sin consciencia de los nuevos
medios. Sin embargo, también omite las facetas positivas que la comunicación
digital tiene para las personas, las
relaciones y los movimientos sociales. Por más ambigua que resulte su capacidad
de cambio, los últimos movimientos que han tenido impacto político se han
fraguado, en parte, gracias a las redes. Además, la comunicación digital brinda
oportunidades reales para fortalecer
lazos de todo tipo en una sociedad global. En cuanto al deterioro de las
relaciones humanas, el narcisismo y la falta de dirección de los colectivos, no
es claro que puedan establecerse como
consecuencias directas de los medios digitales, sino tal vez de la debilitación
de la voluntad humana para manejarlos.
En otras palabras, la capacidad alienante de la tecnología digital es
directamente proporcional a nuestra
pasividad y falta de iniciativa personales. Han valora negativamente el
paradigma digital, entre otras cosas, por la eficiencia y la comodidad de su
comunicación, que nos lleva a evitar “cada vez más el contacto directo con las
personas reales, es más, con lo real en
general” (p. 42).
Pero son
nuestras opciones personales (hablar o
no hablar, de qué hablar y cómo mostrarlo) las que marcan el tipo de relaciones
que tenemos; el uso que hacemos de la tecnología para comunicarnos hoy en día
simplemente hace más cansado mantener offline el mismo tipo de relaciones que manteníamos
antes. La dependencia de fondo de Han respecto a cierto pensamiento sociológico
contemporáneo quizá le incapacita para vislumbrar la grandeza de la técnica, la
cual, según Ortega y Gasset, nos da a conocer el aspecto más profundo de lo
real, aquel que tiene que ver con lo posible y lo imposible, con lo real en
cuanto ámbito de posibilidades para el
hombre. En todo caso, dado el cariz interpretativo del texto, cabe preguntarse si la imagen catastrófica que Han
pinta no será una llamada deliberada a la recuperación de la voluntad y la
libertad, un intento de despertar(nos) del ruido homogeneizador y hacernos conscientes
del enjambre del que somos (o podemos llegar a ser) parte. Con esta misma preocupación por la libertad enfoca Han su crítica política. Señalando al neoliberalismo como
ideología que moldea los medios digitales, Han nos advierte de un nuevo tipo de
esclavitud, más poderosa que la de tiempos anteriores, pues es voluntaria:
expresando ideas y compartiendo información nos creemos dueños de una
herramienta que nos permite expresarnos libremente, cuando en realidad
ofrecemos nuestra vida sin reservas a la mirada atenga de los grandes poderes de hoy (Facebook, Google, las
empresas de big data) y, en realidad, a la mirada de todos. Por eso, dirá Han,
la sociedad actual es una sociedad de la vigilancia que hace de la confianza un
excedente innecesario. “La confianza hace posibles las relaciones con otros sin
conocimiento exacto de estas […].
La conexión
digital facilita la obtención de información, de tal manera que la confianza
como praxis social pierde importancia en
medida creciente. Cede el puesto al control” (p. 99). Además, la promesa de la
libertad que nos dan los aparatos digitales, por ejemplo, los smartphones, se
acaba convirtiendo en la coacción de la comunicación y la coacción de tener que
trabajar en todas partes (p. 59). El imperativo neoliberal del rendimiento hace
que el tiempo de trabajo abarque todo nuestro tiempo (la pausa es sólo una fase
del mismo) y acaba por contribuir a esa transformación de la concepción del
tiempo que tanto preocupa a Han. Esta pérdida del ocio como espacio de no
producción, de no comunicación y de reflexión interior, nos conduce a la última
crítica, la de la pérdida de la capacidad reflexiva y teórica del ser humano
que Han resume en las figuras del labrador y el cazador. Una metáfora con la
que introduce un argumento metafísico (y heideggeriano) muy preciso, pues viene
a decir que la figura del labrador está más cercana al ser que la del cazador,
sólo atenta al ser en cuanto información, eficiencia y disponibilidad para
usarse (p. 62). No parece descabellado
pensar que el labrador actúa (entra en contacto con lo otro, con el ser)
mientras que el cazador teclea (cuenta, digita, calcula). Pero Han profundiza
aún más en la metáfora, pues siguiendo al Heidegger de ¿Qué significa pensar? la
mano del labrador, más que actuar en el sentido de una vida activa, es
co-lectora, esto es, toma y estrecha lo real, lo entiende. “El Logos aparece en
Heidegger como hábito del labrador, que cultiva el lenguaje como tierra
laborable, ara y cultiva, en medio de lo cual comunica con la tierra que se
esconde, que se cierra, y se expone a su carácter incalculable y oculto” (pp.
62-63). Frente al labrador, que comprende en la medida que escucha la tierra y la
escucha obedeciéndola, “los cazadores de la información, a la búsqueda de la presa, pasean la mirada por la
red como si se tratara de un campo de caza digital. En contraposición a los
labradores, ellos son móviles. Ningún suelo los obliga a establecer se. No
habitan” (p. 66). Por eso, “modos de comportamiento como «paciencia»,
«renuncia», «desasimiento», «recelo», «cuidado»», que caracterizan al labrador
de Heidegger, no pertenecen al hábito del cazador. Los cazadores de la
información son impacientes y ajenos a la timidez. Están al acecho en lugar de
«esperar». Echan la zarpa en lugar de dejar que las cosas maduren. Se trata de
apresar con cada clic” (p. 68). Y, con ello podríamos concluir enlazando con La
sociedad del cansancio, aparecen nuevas formas de ansiedad y cansancio,
derivadas de este modo de mirar al mundo en busca de utilidad y eficiencia,
cuyo emblema, para Han, serían las Google Glass, un artilugio que destroza la
dicha de ver, que justamente consiste en la mirada larga “que se demora en las
cosas sin explotarlas” (p. 69).
A mayor desconexión con el ser y sus
exigencias, el ser humano tiende a conectarse con lo que tiene apariencia de
ser (la información, en este caso) y puede manejarse a su antojo. Y, a falta de
ser, tiende a exhibir sus acciones en el mismo momento en el que se realizan y,
al final, a perder la interioridad, ese espacio de oscuridad y de negatividad,
necesario para confrontar, crear y avanzar. Una serie de consideraciones muy
serias, que es fácil soslayar en una lectura rápida de un texto que, como un revulsivo,
mueve a buscar una pausa entre el ruido,
observar nuestra conducta y plantearnos hasta qué punto la técnica coacciona o
puede coaccionar nuestra libertad.
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