viernes, 21 de abril de 2017

En el enjambre


En el enjambre Byung-Chul Han

Al inicio del libro, Han constata una consecuencia palpable del uso de los medios digitales, que es la mezcla entre las esferas pública y privada. Esto no sólo conduce a la exposición pornográfica de la intimidad (p. 14) sino a una comunicación sin distancias ni reservas, sin secreto, viable en tanto “la comunicación digital hace posible un transporte inmediato del afecto” y, en ese aspecto, “el medio digital es un medio del afecto” (p. 16), pero que olvida que “es precisamente la técnica del aislamiento y de la separación, la que genera veneración y admiración” (p. 14).
La comunicación sin respeto típica de la sociedad digital es, para Han, sintomática de una decadencia de lo  público, pues el respeto se basa en una relación simétrica de reconocimiento. Por eso, allí donde se descompone el poder político y se debilita la autoridad personal, es normal que proliferen los linchamientos digitales y la comunicación ruidosa y sin respeto. Pero el medio digital no sólo es un barullo donde se mezclan sin distinción opiniones, insultos, argumentos, descalificaciones, elogios, críticas desmedidas y declaraciones oficiales. Es, también, un medio de lo positivo, que fomenta una visión viva y bella de la realidad que aniquila toda oscuridad y negatividad. Con ello, como ocurre a los afectados por el síndrome de París (p. 50), los individuos acaban rechazando la realidad en su totalidad, que  perciben defectuosa, y huyen hacia una idealización de la misma, especialmente a través de la imagen y de la auto-imagen, que se convierte así en refugio y  protección. Esa veneración contemporánea de la imagen tiene,  para Han, mucho que ver con el miedo al envejecimiento y al deterioro propio de la cosas, que no se da las imágenes de la memoria. Análogamente, el medio digital no envejece, pues “carece de edad, destino y muerte” (p. 52) y, de hecho escribirá más adelante, lo digital tiene una capacidad de reproducción infecciosa” que va muy unida a su linaje emocional o afectivo y también a la ligereza de sentido (p. 84).
Bombardeados de imágenes, obsesionados consigo mismos, y saturados de información, los individuos cesan de inmunizarse ante los estímulos que reciben y,  por eso, las imágenes ya no producen ningún shock. Tomando un término de la psicología crítica, dirá Han que hoy todos estamos afectados por el síndrome del cansancio de la información, que aumenta velozmente y que ya no sabemos analizar. Pero esto es  problemático, pues “el exceso de información hace que se atrofie el  pensamiento. La capacidad analítica consiste en prescindir, en el material de la percepción, de todo lo que no pertenece esencialmente a la cosa […]. El diluvio de información al que hoy estamos expuestos disminuye, sin duda, la capacidad de reducir las cosas a lo esencial” (pp. 88-89). Detrás de este estado de cosas subyace un nuevo concepto de temporalidad en el que se mueven los medios digitales, que es la totalización del presente, en el que se aniquila la capacidad de  prometer o asumir responsabilidades. Sin salir de la óptica sociológica, la tercera entrada del libro de título homónimo contiene la aportación más importante de Han como observador de nuestra época, pues ofrece un descriptor novedoso de nuestra situación social, según Han, hoy vivimos en sociedades de enjambre. “El enjambre digital no es ninguna masa porque no es inherente a ninguna alma, a ningún espíritu. El alma es congregadora y unificante. El enjambre digital consta de individuos aislados” (p. 26).           
Es importante, no obstante, destacar que el aislamiento contemporáneo no es algo que se advierta mirando lo que hace la gente. La imagen de “enjambre”, además, puede llevar a confusión en castellano, pues “enjambre” no es lo mismo que “colmena”, una estructura más o menos firme donde cada habitante vive en su celda, sí,  pero donde las relaciones de  parentesco están claras. Podría  pensarse que, en tanto metáforas, ambas transmiten lo mismo: la idea de individuos que sólo viven para sí, sin relación con el otro. Pero la fuerza de la intuición de Han reside en la liviandad de la estructura que agrupa a los individuos del enjambre según él, lo característico de nuestra época frente a la pesantez de la estructura social, económica,  política, familiar que reuniría a los individuos de una colmena. Ciertamente, los medios de comunicación digitales aumentan las posibilidades de comunicación de las personas más allá de los límites imaginables hace algunos años. Sin embargo, denuncia Han, hoy no existe un objetivo común  por el que luchar, una dirección que transforme la unión de personas en acción concreta. La masa clásica  podía tener una ideología común que unía y guiaba, una corporeidad que les hacía reunirse y ser comunidad y un fin que transformaba la agrupación en acciones. El hombre del enjambre digital, en ocasiones, se indigna y  protesta. Hoy en día, una noticia alarmante sacude al mundo porque los individuos del enjambre la re-envían y, furiosos, gritan y hacen arder las redes. Pero no transforman la indignación en acción, sólo teclean. Ni siquiera las olas de indignados son capaces de interrumpir lo que hay o de generar algo nuevo, porque se trata de movimientos incapaces de acción común, distraídos, sin firmeza ni estabilidad (p. 22) y a los que falta un relato compartido (p. 60). El interés de estas afirmaciones, con todo, no reside en la exactitud de sus observaciones sino en la  justificación de la incapacidad de acción por parte del sujeto digital: como sugiere la séptima entrada, el hombre que teclea es incapaz de comprender el contexto que rodea lo que hace y, por tanto, el sentido en tanto carece de un contacto real con el mundo, carece de lo único que introduce la otreidad, que es la experiencia. “El hombre del futuro ya no necesitará manos. No tendrá que tratar y elaborar porque ya no tendrá que habérselas con cosas materiales, sino solo con informaciones ajenas a la condición de cosas” (p. 57). Por eso, el nuevo hombre teclea (con los dedos) en lugar de actuar (con las manos). “Tanto el tratamiento como la elaboración presuponen una resistencia. También la acción tiene que superar una resistencia. Presupone lo otro, lo nuevo frente a lo que predomina […]. De lo digital no sale ninguna resistencia material que hubiera de superarse por medio del trabajo” (p. 57).
 Y, sin embargo, el diagnóstico de la sociedad actual que realiza Han, aunque acertado en muchos  puntos, al centrarse en el lado negativo de los medios digitales acaba dibujando una imagen demasiado catastrofista. Una consideración desde la vida ordinaria quizá pueda equilibrar el diagnóstico. Actualmente es común compartir en las redes sociales las actividades que realizamos y esto está fraguando una necesidad de captar continuamente el momento  presente y una obsesión por mostrarlo. Parece como si la exhibición en las redes sociales se esté convirtiendo en condición para lograr la plenitud de un hecho. Subir a internet, mientras estamos  juntos, una foto de lo que hacemos  podría verse como una ampliación en las relaciones humanas, pero también provoca que las personas, en la ansiedad de captar y compartir cada instante, acaben perdiendo la capacidad de saborear ese presente inmediato que se empeñan en inmortalizar. Por ello, muchos en la actualidad viven una doble realidad: la física, acotada y limitadora, y la digital, en la que se mantienen flujos de información y conversaciones de forma paralela continuamente. Indudablemente, el autor intuye con agudeza muchos de los peligros que entraña el uso excesivo y sin consciencia de los nuevos medios. Sin embargo, también omite las facetas positivas que la comunicación digital tiene para las  personas, las relaciones y los movimientos sociales. Por más ambigua que resulte su capacidad de cambio, los últimos movimientos que han tenido impacto político se han fraguado, en parte, gracias a las redes. Además, la comunicación digital brinda oportunidades reales  para fortalecer lazos de todo tipo en una sociedad global. En cuanto al deterioro de las relaciones humanas, el narcisismo y la falta de dirección de los colectivos, no es claro que  puedan establecerse como consecuencias directas de los medios digitales, sino tal vez de la debilitación de la voluntad humana  para manejarlos. En otras palabras, la capacidad alienante de la tecnología digital es directamente  proporcional a nuestra pasividad y falta de iniciativa personales. Han valora negativamente el paradigma digital, entre otras cosas, por la eficiencia y la comodidad de su comunicación, que nos lleva a evitar “cada vez más el contacto directo con las personas reales, es  más, con lo real en general” (p. 42).
Pero son nuestras opciones  personales (hablar o no hablar, de qué hablar y cómo mostrarlo) las que marcan el tipo de relaciones que tenemos; el uso que hacemos de la tecnología para comunicarnos hoy en día simplemente hace más cansado mantener offline el mismo tipo de relaciones que manteníamos antes. La dependencia de fondo de Han respecto a cierto pensamiento sociológico contemporáneo quizá le incapacita para vislumbrar la grandeza de la técnica, la cual, según Ortega y Gasset, nos da a conocer el aspecto más profundo de lo real, aquel que tiene que ver con lo posible y lo imposible, con lo real en cuanto ámbito de  posibilidades para el hombre. En todo caso, dado el cariz interpretativo del texto, cabe  preguntarse si la imagen catastrófica que Han pinta no será una llamada deliberada a la recuperación de la voluntad y la libertad, un intento de despertar(nos) del ruido homogeneizador y hacernos conscientes del enjambre del que somos (o podemos llegar a ser)  parte. Con esta misma preocupación  por la libertad enfoca Han su crítica  política. Señalando al neoliberalismo como ideología que moldea los medios digitales, Han nos advierte de un nuevo tipo de esclavitud, más poderosa que la de tiempos anteriores, pues es voluntaria: expresando ideas y compartiendo información nos creemos dueños de una herramienta que nos permite expresarnos libremente, cuando en realidad ofrecemos nuestra vida sin reservas a la mirada atenga de los grandes  poderes de hoy (Facebook, Google, las empresas de big data) y, en realidad, a la mirada de todos. Por eso, dirá Han, la sociedad actual es una sociedad de la vigilancia que hace de la confianza un excedente innecesario. “La confianza hace posibles las relaciones con otros sin conocimiento exacto de estas […].
La conexión digital facilita la obtención de información, de tal manera que la confianza como  praxis social pierde importancia en medida creciente. Cede el puesto al control” (p. 99). Además, la promesa de la libertad que nos dan los aparatos digitales, por ejemplo, los smartphones, se acaba convirtiendo en la coacción de la comunicación y la coacción de tener que trabajar en todas partes (p. 59). El imperativo neoliberal del rendimiento hace que el tiempo de trabajo abarque todo nuestro tiempo (la pausa es sólo una fase del mismo) y acaba por contribuir a esa transformación de la concepción del tiempo que tanto preocupa a Han. Esta pérdida del ocio como espacio de no producción, de no comunicación y de reflexión interior, nos conduce a la última crítica, la de la pérdida de la capacidad reflexiva y teórica del ser humano que Han resume en las figuras del labrador y el cazador. Una metáfora con la que introduce un argumento metafísico (y heideggeriano) muy preciso, pues viene a decir que la figura del labrador está más cercana al ser que la del cazador, sólo atenta al ser en cuanto información, eficiencia y disponibilidad para usarse (p. 62).  No parece descabellado pensar que el labrador actúa (entra en contacto con lo otro, con el ser) mientras que el cazador teclea (cuenta, digita, calcula). Pero Han profundiza aún más en la metáfora, pues siguiendo al Heidegger de ¿Qué significa pensar? la mano del labrador, más que actuar en el sentido de una vida activa, es co-lectora, esto es, toma y estrecha lo real, lo entiende. “El Logos aparece en Heidegger como hábito del labrador, que cultiva el lenguaje como tierra laborable, ara y cultiva, en medio de lo cual comunica con la tierra que se esconde, que se cierra, y se expone a su carácter incalculable y oculto” (pp. 62-63). Frente al labrador, que comprende en la medida que escucha la tierra y la escucha obedeciéndola, “los cazadores de la información, a la  búsqueda de la presa, pasean la mirada por la red como si se tratara de un campo de caza digital. En contraposición a los labradores, ellos son móviles. Ningún suelo los obliga a establecer se. No habitan” (p. 66). Por eso, “modos de comportamiento como «paciencia», «renuncia», «desasimiento», «recelo», «cuidado»», que caracterizan al labrador de Heidegger, no pertenecen al hábito del cazador. Los cazadores de la información son impacientes y ajenos a la timidez. Están al acecho en lugar de «esperar». Echan la zarpa en lugar de dejar que las cosas maduren. Se trata de apresar con cada clic” (p. 68). Y, con ello podríamos concluir enlazando con La sociedad del cansancio, aparecen nuevas formas de ansiedad y cansancio, derivadas de este modo de mirar al mundo en busca de utilidad y eficiencia, cuyo emblema, para Han, serían las Google Glass, un artilugio que destroza la dicha de ver, que justamente consiste en la mirada larga “que se demora en las cosas sin explotarlas” (p. 69).
A mayor desconexión con el ser y sus exigencias, el ser humano tiende a conectarse con lo que tiene apariencia de ser (la información, en este caso) y puede manejarse a su antojo. Y, a falta de ser, tiende a exhibir sus acciones en el mismo momento en el que se realizan y, al final, a perder la interioridad, ese espacio de oscuridad y de negatividad, necesario para confrontar, crear y avanzar. Una serie de consideraciones muy serias, que es fácil soslayar en una lectura rápida de un texto que, como un revulsivo, mueve a buscar una  pausa entre el ruido, observar nuestra conducta y plantearnos hasta qué punto la técnica coacciona o puede coaccionar nuestra libertad.

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